Dicen que el destino es un acordeón invisible que suena cuando dos almas están destinadas a encontrarse. Así ocurrió cuando Daniela, una paisa nacida entre cafetales y montañas, bajó al Caribe por primera vez y quedó hechizada por el azul infinito del mar. No sabía que allí, en una esquina de Cartagena, entre el aroma a coco y el eco de un porro sabanero, la esperaba Daniel, un costeño con el sol en la piel y el ritmo en el alma.
El primer encuentro fue un choque de mundos: ella hablaba pausado, él rápido; ella tomaba aguardiente, él ron. Pero en la risa encontraron un idioma común, en el baile descubrieron la misma cadencia, y en la brisa cálida de la playa entendieron que el amor no tiene acentos, sino latidos.
Daniel le prometió que un día subiría a su montaña a entender su amor por el frío y el café. Daniela juró que aprendería a bailar cumbia descalza en la arena. Y así, entre promesas y caminos que se entrelazaban como raíces de ceibas centenarias, su amor se volvió leyenda.
Dicen que cuando una ola rompe con fuerza en la playa y el viento silba entre las montañas de Caldas, es el eco de su amor, recordándole al mundo que el mar y la montaña, aunque distantes, siempre encuentran la forma de unirse.
El hombre y la mujer fueron creados el uno para el otro: "No es bueno que el hombre esté solo" (Gn 2, 18). "Por eso deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer, y se hacen una sola carne".
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